Elogio de la insumisión

El 13 de junio de 1936, Hitler visitó un astillero en Hamburgo para bautizar una nueva nave de la Armada alemana. Miles de personas lo recibieron con vítores y le dirigieron el saludo nazi con el brazo en alto, con excepción de una: August Landmesser, un joven obrero cuya osadía fue inmortalizada en una fotografía en la que, en medio de la muchedumbre, él destaca por tener los brazos cruzados y un gesto ceñudo que oscila entre el escepticismo y el desprecio. Años después formó pareja con una mujer judía, Irma Eckler, a la que se negó a abandonar por orden del régimen, tuvo dos hijas con ella y pagó su desobediencia siendo enviado a un campo de concentración. A su salida, Irma había sido asesinada en un campo de exterminio tras ser obligada a dejar a sus hijas en un orfanato. Landmesser fue reclutado y enviado a combate antes de que pudiera enterarse. Nunca más se supo de él.  

Durante los 86 años que han transcurrido desde entonces, y desde mucho antes, la humanidad ha sido testigo y protagonista de la infamia y de la injusticia, pero, también, de la valentía. En un video reciente se ve a jóvenes iraníes que persiguen disimuladamente por la calle a clérigos del régimen fundamentalista religioso que mantiene oprimida a la población y sometidas a toda clase de arbitrariedades, especialmente, a las mujeres. Sin hacerles daño, de manera casi juguetona, les tumban el turbante como muestra de desafío, de que ya no les temen, de que no los respetan. Protestas de diverso tipo ocurren en las calles, en el transporte público, en las escuelas de niñas. Organizaciones de derechos humanos calculan que son casi 500 los hombres y mujeres que han muerto desde el inicio de las protestas a mediados de septiembre de 2022, tras el asesinato de la adolescente Mahsa Amini por parte de la -felizmente recién desmantelada- policía de la moral por algo tan absurdo como “llevar el velo mal puesto”. Las valientes acciones de quienes se manifiestan para reclamar derechos que en otros países se dan por sentados tienen mucho de suicidas, pero la gente parece haber perdido completamente el miedo. 

Hay otros gestos osados, pero menos arriesgados, como el de la selección alemana de futbol, cuyos jugadores se fotografiaron con la boca tapada en señal de protesta luego de que la FIFA le prohibiera al capitán del equipo, Peter Neuer, lucir el brazalete que reivindica los derechos de la población LGBT, duramente reprimida por el régimen despótico de Catar, sede del Mundial, donde el homosexualismo se castiga con la muerte. Días antes, la periodista británica Alex Scott lucía el brazalete sin temor a las consecuencias, y la selección iraní se negaba a cantar el himno nacional en señal de protesta por la situación política de su país. 

Contrastan con la valentía no violenta de Landmesser, de los hombres y mujeres iraníes, y de quienes en otras partes del mundo les han antecedido; incluso, con las acciones menos peligrosas de los jugadores alemanes y de algunos periodistas europeos, los incomprensibles actos vandálicos de quienes han atacado edificios y autobuses en Bogotá, perjudicando a las clases menos favorecidas a las que dicen defender; o de los esnobs cuyos reclamos nadie recuerda por manifestarse con acciones carentes de sentido, como emprenderla a sopazos contra obras de arte en grandes museos del mundo. Estas personas, cuya rebeldía exhibicionista resulta estúpida, no enfrentan consecuencias reales por sus acciones, más allá de la burla, el desprecio y la incomprensión social. Tampoco consiguen lo que, supuestamente, pretenden. Las suyas son protestas inanes, inútiles, más motivadas por la necesidad de atención que por el deseo auténtico de cambiar las cosas. Sus supuestas causas naufragan en un mar de retórica y simbolismo sin efectos, en el puro show. 

De manera anónima, decenas, cientos, seguramente miles de personas, se enfrentan diariamente a la injusticia plantándole cara y asumiendo las consecuencias, mostrándose insumisas frente a la arbitrariedad del poder, y ante quienes pretenden justificar una injusticia con otra. Como Yeisson, el conductor colombiano que les recordó vehementemente a unos pasajeros que subirse al autobús que él conducía sin pagar el pasaje era un robo. 

En Bogotá, ciudad violenta y capital de un país en conflicto desde hace décadas, una acción como la de Yeisson le hubiera podido costar la vida, aunque parezca absurdo. Ha sucedido otras veces: a quienes han osado defender a una mujer golpeada en la calle, a la víctima de un robo… En Colombia, sabemos de sobra, cuesta la vida defender lo justo. Por eso muchas personas no se atreven a mostrar su valor, aunque quisieran: son presas de un miedo comprensible que les hace apartar la mirada o acelerar el paso. Personas como Landmesser, los manifestantes iraníes, el conductor del bus y otras que emprenden acciones más grandes o más pequeñas de valor y coraje, todas significativas y a menudo poco o nada reconocidas, anteponen al riesgo la defensa de lo que consideran correcto. 

La insumisión de la gente valiente y con coraje es la que hace las verdaderas revoluciones. Pequeñas o grandes, da igual su tamaño. No son la grandilocuencia, ni el exceso de simbolismo desprovisto de sentido, ni la retórica, ni la violencia, ni la injusticia, los que generan los cambios que la sociedad y la humanidad necesitan para avanzar, sino los hechos concretos. 

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